Sólo cuatro capítulos en la Biblia no hacen alusión al pecado y sus peligros--los dos primeros capítulos y los dos últimos. Desde que Adán y Eva descubrieron que estaban desnudos en el Jardín del Edén, el pecado ha sido el común denominador más bajo de la raza humana.
El apóstol Juan lo explica claramente: "Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros" (1 Juan 1:8). El pecado más grave es pretender que no tenemos pecado. Ninguno de nosotros está exento de la posibilidad de pecar. Hasta que algún día en gloria disfrutemos del Arbol de la Vida, debemos admitir nuestra vulnerabilidad.
El reformador británico Wilberforce manifestó: "No hay caminos cortos para llegar a la santidad. Debe ser la ocupación de toda nuestra vida." No podemos ser santos a las apuradas.
Un escritor a quien aprecio mucho declara: "Si usted dice que hay pecados que nunca podrían alcanzarlo, está por resbalarse con una cáscara de banana espiritual." El hecho de creernos invencibles en cierta área no es una seguridad a toda prueba.
Usted y yo hemos oído acerca de líderes y laicos cristianos que "de repente" caen en pecado. Todo parece ir de maravillas, y de un día para otro dejan a la esposa por otra mujer... intentan suicidase... se hacen alcohólicos.
¿Cómo puede ocurrir? Sucede que la caída en la vida cristiana rara vez es un colapso repentino; por lo general es un proceso gradual.
Cada vez que perdemos de vista quién es Dios, nuestra vida espiritual pierde fuerza y está en peligro de caída. El pecado es la declaración de independencia del hombre. El primer paso para alejarse de Dios es dejar de apreciar quién es Dios y dejar de agradecerle por su persona y su obra en nuestras vidas.
La ingratitud y otras formas de desobediencia--ya sea en hecho, pensamiento o deseo--producen ciertos resultados. Cuando pecamos, contristamos al Espíritu Santo, Satanás gana terreno, perdemos nuestro gozo en Cristo, nos vamos alejando y separando de Dios y de otras personas, nos convertimos en piedras de tropiezo a hermanos más débiles, y causamos pena y dolor inimaginables.
Haga un inventario espiritual de su vida. Piense: ¿Quién es Dios para mí? ¿Cómo es mi relación con El? ¿Cuán a menudo le doy gracias? Medite en pasajes tales como el Salmo 34, Salmo 63:1-8 y 1 Tesalonicenses 5:16-24. Encuentre maneras prácticas de aplicar estos pasajes en su propia vida.
Lo más importante en cuanto a usted es lo que viene a su mente cuando piensa en Dios. Lo que viene a sus labios durante el día indica si usted ve y aprecia Su soberanía, Su gracia y otros atributos de la divinidad.
¿Está Dios hablando a su corazón? ¿Cómo es su relación con El? Confiese sus pecados a Dios y (como lo hizo Pablo) decida que por el poder de Dios vivirá una vida cristiana victoriosa (1 Corintios 9:24-27; Gálatas 2:20). Hable de las maravillas del Señor que usted ama, y obedézcale con fidelidad. La caída en la vida cristiana no tiene por qué suceder; no es inevitable. Cristo vive en su corazón, y ésa es la mejor garantía de protección que tiene el cristiano. Recuérdelo, y viva de acuerdo a esa verdad.
Luis Palau
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